jueves, 8 de marzo de 2018

A propósito del día de la Mujer



 Esta fecha no es para felicitarnos unas a otras por el hecho de haber nacido mujer.  En cambio, nos ofrece un espacio para reflexionar sobre los avances pero también sobre el camino que falta por recorrer en materia de derechos y oportunidades para las mujeres.





Celebremos los logros alcanzados en materia de oportunidades, acceso a educación, posiciones laborales, a estamentos económicos y políticos. Esto en sí es un logro si comparamos con las limitaciones de nuestras madres y abuelas. Celebremos el derecho al voto (En Colombia se ganó en 1958). El derecho a entrar a la universidad, a tener títulos de propiedad (ganado en  los sesentas). La prerrogativa de no estar sujetas a padres, maridos o hermanos para gozar de una estabilidad económica. Todo esto, chicas, es reciente.  Celebremos que nuestras hijas y nietas no tendrán que verse sometidas por las imposiciones sociales y religiosas que impiden un desarrollo integral. Ellas tienen acceso  a decidir sobre su propia vida,  a escoger su pareja y el momento de tener hijos o no tenerlos; a elegir sus carreras y a ser independientes y autosuficientes. Celebremos que nuestra generación tuvo acceso a la educación gracias al camino arduo que recorrieron nuestras antecesoras.

Pero, también, reconsideremos todo el camino que falta por recorrer. En muchas culturas todavía las mujeres están sometidas a sistemas que las obligan a cubrir su rostro y a negar su  cuerpo. Muchas todavía no pueden acceder ni a una mínima educación, mientras el sistema privilegia que sus hermanos sí la tengan. Son demasiadas las mujeres que son vendidas o tranzadas en matrimonios forzados en edades tempranas para asegurar  una descendencia y después, condenadas de por vida a cuidar a sus hijos, maridos y familiares cercanos.  La mayoría de ellas  sepultaron esperanzas de surgir en algún oficio y a desarrollar sus talentos. Pero la economía del cuidado las liga de por vida a “cuidar”, “atender”, “criar” y a negar ambiciones y proyectos.  No vayamos muy lejos. En Colombia la educación básica de la mujer rural cubre apenas un 15% de la población y cero en la educación superior. Las campesinas se ven forzadas a trabajar en labores extremadamente arduas en el campo y a jornadas extras en el cuidado de la familia, mientras el salario lo reciben los hombres. Todo se cobija bajo el rubro del “bienestar familiar”, que muchas veces se gasta en licor o en otras actividades licenciosas. Ellas no tienen voz ni voto en estas decisiones, así como tampoco en el de la titulación de tierras. Muchas víctimas de la violencia que perdieron a sus maridos descubren con horror que no pueden reclamar títulos de propiedad por el hecho de ser mujeres.

En otras latitudes, las mujeres todavía están sujetas a procedimientos ignominiosos para asegurar la honra o son consideradas “impuras” durante la menstruación y deben someterse a prácticas inhumanas. Todo esto con el aval de mandatos legales y religiosos que están por encima de los derechos humanos. Los abusos sexuales que deben soportar una gran mayoría de mujeres a todo nivel son una práctica normalizada por la sociedad que hasta ahora se está considerando como un delito. Por primera vez hay leyes que denuncian las violaciones y los acosos sexuales, pero en la mayoría de los casos impera la ley del silencio a riesgo de que las víctimas sean tachadas de mentirosas,  deshonradas o histéricas. El movimiento #Metoo está revelando la  monstruosa estructura que ha mancillado por siglos la dignidad de las mujeres.

Un delito tan nefasto como el feminicidio está comenzando a ser considerado como tal tras siglos de imperar incólume en la sociedad. En guerras y conflictos armados, los hombres son las principales víctimas de asesinatos, pero las mujeres llevan la peor parte, la de ser laceradas en su cuerpo con violaciones y ataques contra su intimidad, dejando huellas más atroces que la misma muerte.  “Los hombres hacen la guerra, pero las mujeres cargamos con ella”, dice María Teresa Arizabaleta, una de las promotoras del voto en Colombia, quien a sus 85 años enarbola las consignas de la lucha por los derechos fundamentales de la mujer.

Por supuesto, hay que tener cuidado con las generalizaciones.  Porque hay también mujeres que abusan de sus propias congéneres.  Son las que utilizan sus atributos “femeninos” para explotar a los hombres con el fin de obtener privilegios, alcanzar posiciones o beneficios económicos  sin merecerlos. Hay también las que utilizan el poder para enarbolar las mismas armas del sistema dominante masculino con el fin de oprimir, rebajar  y denigrar a otras en posiciones inferiores. No hay nada más despreciable que las mujeres en cargos políticos con posibilidad de influir legislaciones, cuyas agendas se dirigen en contra de las propias mujeres en asuntos como derechos reproductivos o acceso a derechos fundamentales.  Estas no tienen perdón de Dios.

Y líbrame señor de las que utilizan la religión para calar en el fondo de las conciencias con el fin de perpetuar los sometimientos a las normas creadas por hombres y para hombres por los siglos de los siglos.  Pero también, hay que tener cuidado de no caer en los fanatismos de las que utilizan la retórica feminista para crear exclusiones y discriminar por cuestiones banales. Ese es el peligro de un discurso mal manejado.

Hoy, día de la mujer, celebremos los derechos adquiridos;  sigamos luchando por acceder a los no alcanzados; no cesemos en la búsqueda de que estos derechos cubran a la raza humana, de una manera integral y totalizante.  Pregonemos la dignidad humana dentro de la diferencia.

Elvira Sánchez-Blake