Hoy se habla de paz en todo Colombia. Unos en favor, otros en contra, otros indecisos. ¿Qué significa la paz? ¿A quién beneficia la paz? ¿De qué tipo de paz estamos hablando?
La paz es un concepto simple y transparente, es la ausencia de guerra, de conflicto y de agresiones. En Colombia eso es incomprensible porque las generaciones que manejan la política han crecido en medio de una guerra eterna y desconocen lo que es vivir realmente en paz.
Pero para el contexto histórico que vivimos basta con señalar que la paz hay que comprenderla desde sus cimientos y en sus distintas acepciones. No es lo mismo hablar de paz para los habitantes de territorios señalados como zonas de conflicto, quienes son los que realmente han sufrido las escorias de los enfrentamientos, el terror continuo de amenazas y agresiones. Ellos, los que han tenido que desplazarse de sus hogares, los que han sido víctimas de mimas antipersonales, los que se han visto despojados de sus seres queridos, de sus territorios y de la posibilidad de una vida digna. Ellos no son los que están definiendo la paz ni en la Habana ni en los foros políticos. Pero, son los que al ser preguntados sobre el proceso de paz, opinan de inmediato que sí, que no hay duda, que no importan las condiciones, que se firme la paz. ¿Por qué? Porque en su mayoría lo único que desean es retomar su vida, sus ocupaciones y regresar a sus territorios con la oportunidad de vivir con dignidad.
No es la misma actitud de quienes han vivido la guerra desde la ciudad. El conflicto de la población urbana no es la de los enfrentamientos entre actores armados, sino el vivir signados por las amenazas de secuestros, atentados y despojos, lo cual los convirtió en prisioneros de universos blindados. Esta forma de vida es indigna, pero no conlleva la misma dosis de dolor y de desposesión que la de las poblaciones rurales. Sin embargo, son ellos, los que en su mayoría se oponen a la firma de paz cifrados en el temor de perder la seguridad que les brindan sus mundos blindados ante lo impredecible que traerá una paz que desconocen.
El problema más grave que enfrentamos entonces es la división de opiniones ante el reto de aceptar la paz como probabilidad de una vida nueva en un país que no sabe cómo vivir en paz. Radica también en el desconocimiento de lo que ha ocurrido, ya que un gran sector de la población urbana se niega a saber y a reflexionar sobre las causas y los acontecimientos que han sucedido en el país. Es más fácil dejarse llevar por el flujo de desinformación que rige a través de los medios de comunicación y por las voces disidentes convertidas en ídolos por una masa cegada a sus designios.
Es cierto que durante los mandatos de Uribe muchas personas pudieron liberarse de la amenaza que suponían los atentados guerrilleros permanentes y los secuestros a la orden del día. Esto condujo a rendir culto incondicional a los designios de este líder político La comodidad de volver a la finca y de poder retomar una tranquilidad entre comillas los llevó a negarse ante la evidencia de las formas y los métodos que utilizó este político para hacer posible esta aparente seguridad. Para muchos es preferible ignorar las evidencias de las masacres que se llevaron a cabo, los miles de inocentes que pagaron el precio (léase falsos positivos), y las injusticias que se cometieron bajo sus sucesivos gobiernos. Si este segmento de la población hiciera un esfuerzo por documentarse, por aprender y por conocer lo que hubo detrás de la fachada de seguridad democrática tendría la posibilidad de apreciar el valor del cese de hostilidades que hoy se firma entre la guerrilla y el gobierno de Santos.
Tapiz de masacre en Montes de María (Mujeres Tejedoras de Mampuján)
Pero es que la paz tampoco les pertenece ni a Santos ni a Uribe, y pensar que a esto se reduce el cisma entre los colombianos. La paz nos pertenece a todos y todos jugamos una papel en ella. La paz es aprender a ser tolerantes, a cambiar actitudes y a desaprender aprendiendo los códigos impuestos por una cultural clasista, sexista y xenofóbica. Es empezar por desmantelar los rudimentos de agresión en la vida doméstica; es aprender a respetar los derechos de cada uno, incluyendo las mujeres, los niños y las minorías étnicas; es comprender que los colombianos no son unos sino muchos y que hay tradiciones, idiomas, culturas y razas diversas, así como preferencias sexuales y religiosas, y que todos tienen los mismos derechos y oportunidades en este territorio. Es acabar de una vez y por todas con la tolerancia hacia la violencia sexual, algo que está impreso genéticamente en los comportamientos tantos de hombres como mujeres, al punto que ni las propias víctimas son en gran parte conscientes de sus derechos. Es saber aceptar al otro en todas las dimensiones, de su aporte, su cultura, sus puntos de vista y despojarnos de las actitudes de superioridad ante lo que no comprendemos porque no queremos saber.
Tapiz de la paz (Mujeres Tejedoras de Mampuján)
En este proceso de "pedagogía de paz" que muchas organizaciones, especialmente de mujeres, se empeñan en acometer a lo largo del país hay un elemento central, la verdad. La verdad es el ingrediente fundamental para el reconocimiento y asimilación de la historia. De ahí la importancia de la memoria y de la labor que llevan a cabo organismos como el Centro de Memoria Histórica y las comisiones de esclarecimiento de la verdad. Sin verdad no hay perdón y no hay salvación. Los que hayan leído o presenciado la famosa obra de Ariel Dorfman, La muerte y la doncella, recordarán el reclamo de Paulina en el juicio que impone al doctor en quien reconoce a su antiguo verdugo y torturador. Ella sólo quiere escuchar de sus labios la verdad de lo ocurrido, la confesión de los hechos. Sólo así podrá perdonarlo y retomar su vida. Esto mismo es lo que una persona como Constanza Turbay le reclamó a las FARC cuando ofreció el perdón por el asesinato de su familia, el reconocimiento de la verdad, como única condición para el perdón. En momentos en que se debate la impunidad de los guerrilleros de las FARC, algo que produce tanto dolor y desazón entre la población afectada por los horrores infringidos por ellos, es plausible pensar que en los procesos de reconocimiento de agresores y agredidos, de víctimas y victimarios, el reconocimiento de los hechos y la confesión de las culpas conduce a la reconciliación y a la posibilidad de convivencia. En esto consiste la justicia transicional de la que tanto se habla y se debate.
La firma del cese de hostilidades en un paso más en el proceso que se adelanta hace ya cuatro años entre dos de los actores beligerantes, el gobierno y la guerrilla de las FARC. Este proceso ha sido hecho con seriedad y con garantías. Es cierto que puede ser imperfecto y que tiene demasiados riesgos. Pero, esta no es la paz definitiva, es solo un paso en el largo proceso de asumir una nueva actitud ante la coyuntura que se abre ante nosotros.
Este es un momento histórico para el país. ¿Estamos dispuestos a aceptar la paz? O seguiremos peleándonos entre nosotros, entre núcleos de familiares y amigos porque la paz se ha convertido en sinónimo de tensión. Yo quisiera poder compartir el gozo de la paz con mis familiares y amigos cercanos, pero el tema produce desconfianza y aprehensiones entre mis círculos más cercanos. No se hable del tema, es la consigna, es preferible hablar de fútbol o de recetas de cocina. No se dan cuenta que somos víctimas de los juegos de poder que se han creado con la excusa de la "paz' para distraer, confundir y empañar la verdadera reconciliación que todos anhelamos: la de por fin y definitivamente vivir en un país desprovisto de agresiones, de amenazas, de injusticias y de indolencias con una actitud tolerante y comprensiva. Hablar de paz es despojarnos de odios y asumir una nueva mirada a nuestro alrededor amplia e incluyente.
Recomiendo la entrevista con el Padre Francisco de Roux sobre este tema, "Sería lamentable que mientras se firma la paz en La Habana nos peleemos en Colombia":
http://caracol.com.co/programa/2016/06/22/6am_hoy_por_hoy/1466599077_810318.html