sábado, 15 de mayo de 2021

Y derribaron estatuas

Elvira Sánchez-Blake                                                                                                             

Las estatuas de los colonizadores son la expresión del racismo, la discriminación y la violencia estructural en contra de los pueblos indígenas.

Óscar Montero, líder kankuamo

                                            

El derrumbe de monumentos a conquistadores  que ocupaban lugares principales en grandes ciudades de Colombia ha llamado la atención por su gran simbolismo. Pese a que muchos se rasgan las vestiduras apelando al valor artístico, el patrimonio cultural y al legado histórico, es admirable la osadía de quienes revierten el discurso histórico, rescatan el patrimonio ancestral y desmontan el legado colonialista que sigue vigente en Colombia.

 

Derribar estatuas es visto como un acto de agresión y vandalismo. Sin  embargo, es una acción de un alto valor simbólico. Los monumentos a Gonzalo Jiménez de Quesada y a Sebastián de Belalcázar pretendían enaltecer el hecho de ser los fundadores de las ciudades de Bogotá y de Cali respectivamente. Pero eso es una falacia. Estos hombres no fundaron. Ellos invadieron, despojaron y arrasaron las ciudades y culturas que ya existían en estos lugares y arrancaron las raíces étnicas a sus pobladores. Al desmontar las estatuas, se está reivindicando el pasado histórico verdadero y subvirtiendo el significante del significado con que se ha querido perpetuar el genocidio de la colonización.

 

Las protestas que han surgido en Colombia en mayo del 2021 son un reflejo del estallido social de un país que no aguanta más: despojos, humillaciones, injusticias y desmedro de los derechos humanos. Se revela un despertar de conciencia de doscientos años de opresión. Como parte de esta conciencia, las nuevas generaciones ven en los monumentos que adornan las grandes ciudades un legado de esa invasión perpetua, y comprenden que estas estatuas no nos representan ni poseen el valor que se les ha atribuido. Los indígenas de la comunidad misak se atrevieron a derrumbar las estatuas de los invasores y con ello han sentado un mensaje sin precedente: descabezaron al agresor.

 

Los monumentos que exaltan el pasado de invasión y la violencia que nos despojó de la cultura original no merecen un espacio público ni pueden ser considerados patrimonio cultural de un pueblo.  Los indígenas reivindican sus derechos y su cultura al derribar los símbolos de quienes borraron su historia. Sobre la razón del derrumbe de estatuas, el líder kankuamo Óscar Montero, expresó: “Los pueblos indígenas piden la apertura de un debate público junto a las instituciones gubernamentales, así como la reubicación de las estatuas de los conquistadores que están en las plazas públicas para que se narre la historia no contada” (AP, 7 de mayo, 2021).

 

El desmonte de monumentos ha ocurrido en momentos estelares de países en que se produce un cambio de esquemas. Así sucedió cuando la estatua de Sadam Hussein fue derribada durante la guerra de Iraq y fue objeto de ovaciones por parte de la comunidad internacional. En Estados Unidos se derribaron estatuas de los presidentes esclavistas en respuesta al asesinato de George Floyd el verano pasado. La población afroamericana se rebeló contra el sistema racista que perpetua los símbolos de un pasado de opresión extrema. Un gran segmento de la población norteamericana aplaudió estos actos como reivindicación de los derechos afros y humanos.

 

Los colombianos que se dan golpes de pecho por la agresión contra las estatuas deberían condolerse de los jóvenes que han sido asesinados, de las mujeres violadas, de la persecución contra lideres sociales. Condenen los abusos de la fuerza pública y la violencia de todos los frentes que han suscitado las marchas en Colombia. Los que consideran que derribar estatuas son actos vandálicos, los invito a pensar en las acciones que cometieron los sujetos de las estatuas: conquistadores que entraron sin permiso en una tierra que no les pertenecía, despojaron a sangre y fuego, agredieron, expropiaron y aniquilaron toda una civilización, al punto de que no tenemos conciencia real de quienes fueron nuestros verdaderos antecesores. Más grave aún es que después de un proceso de independencia, los esquemas de la colonización continúen en vigor en manos de lo que Ricardo Silva Romero llama “macrocolombianos”:

 

Ha sido increíble que una vez desterrado el imperio se hayan dado e instalado estas élites armadas con sus aires de amos, de colonialistas, de arios, de predestinados, de escoltados. Son macrocolombianos, sí, han vivido y resucitado con un sexto sentido para hacer trizas todas las reformas urgentes que han hecho en busca de reconocimiento político… y han mirado con miedo, con asco, con sorna y con desdén  –como cumpliendo una misión, han saboteado la democracia propuesta desde la Constitución de Rionegro hasta el acuerdo de paz con las Farc— y han impedido que sea claro que Colombia no es un problema práctico, sino histórico (El Tiempo, 13 de mayo 2021).

 

La protesta en Colombia es el resultado de todas estas macropoliticas erradas en manos de élites como las que describe Silva Romero. El estallido social  refleja el descontento de un pueblo oprimido y cansado de tantos desmanes. No es de extrañar que derriben las estatuas y símbolos que perpetúan estos modelos de dominación.