Por Elvira Sánchez-Blake
Los troncos de árboles se atravesaban por la carretera; avisos caídos, semáforos tambaleantes torcidos y mirando para otro lado; postes de luz desvanecidos a punto de caer. Ese era el panorama que divisamos a medida que subíamos por la interestatal 75 por el oeste de Florida. Las noticias daban cuenta del horror del huracán que azotó la región el pasado 28 de septiembre dejando un rastro de devastación y de muerte.
El huracán Ian categoría cuatro fue el fenómeno natural más catastrófico que ha pasado por la región del Golfo. Con vientos de 155 millas por hora y con el reflujo del mar de más de seis pies de altura que inundó las zonas circundantes a los litorales, cualquier precaución era inútil. Los que alcanzaron a evacuar, se despidieron de sus haberes, pero muchos se quedaron sin prever la dimensión de su devastación. Varias ciudades como Fort Myers, North Port y Cape Coral quedaron destrozadas y las islas paradisíacas de Sanibel y Cautiva casi borradas del mapa. Mientras me percataba del reducto de escombros dejado por el ciclón recordaba que una de las razones por las que nos vinimos a vivir a esta área de Florida fue porque nos aseguraron que los huracanes no pasaban por este lado.
Al llegar a Venice, se hizo difícil no sentir un nudo en la garganta al recorrer sus calles y apreciar el daño de las viviendas, los lanai, las casas y condos, y la cantidad de palmeras y árboles caídos. Este sitio se reconoce por su belleza natural y la vida bucólica despreocupada que vivimos sus habitantes. Ayer era otra cosa. La gente recogía ramas y escombros, los trabajadores de la FPL (Florida Power and Light) se encaramaban a los remolques con andamios remendando cables de electricidad y conexiones por toda la ciudad. La energía era lo que todo el mundo ansiaba recobrar. Y ayer por fin se restableció en gran parte de la ciudad. Dimos gracias por la luz y por el poder que viene con ella.
El ambiente de la ciudad se cargaba de tristeza. Por dondequiera que pasamos los floridianos apenas respondían al saludo. <<How are you?>> <<Surviving>>, era la respuesta lacónica. En el supermercado se sentía un halo de desolación. Al ver los estantes vacíos, me preguntaba si esto era el síndrome post traumático que se percibe después de una catástrofe. Durante el almuerzo en nuestro restaurante familiar, el Art Caffe, escuchamos las historias de gente que perdió viviendas y que sufrieron los embates de árboles y postes desplomados sobre coches y residencias, o los que aún no pueden regresar a sus hogares inundados. Y ni hablar de los que están en las zonas más afectadas. Los datos de pérdidas humanas ascienden a más de 120 en el último reporte, pero sabemos que todavía no se han calculado los que perecieron aplastados o la cantidad de ahogados en la marejada ciclónica. ¿Qué se requiere para tener la mala fortuna de hallarse bajo el ojo de un huracán que aplasta despiadadamente tu vida entera?
Cuando por fin llegamos a nuestra casa, Roberto y yo pudimos apreciar las averías en el lanai del patio. La malla quedó desgarrada, una puerta derrumbada, y en varias partes se rompió la estructura. Cayeron tejas y el techo se ve desajustado en varias partes. No obstante, dimos gracias, porque al fin y al cabo eso no era nada comparado con los estropicios que sufrieron otros. Nos comunicamos con amigos y vecinos. Al comprobar que todos están bien, pudimos afirmar: sobrevivimos.