Lo vi llegar al salón acompañado de los otros comisionados. De estatura pequeña, más delgado y pálido de lo que lo recordaba en las fotos y medios de comunicación, irradiaba un halo magnético que llenaba el espacio a su alrededor. Todos nos pusimos de pie y se hizo un silencio reverencial.
Era Pachito, como cariñosamente lo llaman sus amigos, el presidente de la Comisión para el Esclarecimiento de la Verdad, el que ha liderado la tarea monumental de recolectar la Verdad de la guerra en Colombia a cargo de un equipo de recolectores de testimonios. Esta Comisión se creó como un compromiso de la firma del Acuerdo de Paz, dentro del Plan Integral Para la Paz. El informe que se dio a conocer el 28 de junio pasado tras cuatro años de infatigable trabajo contiene diez volúmenes de más de siete mil páginas de datos y documentación sobre todas las áreas del conflicto armado que ha afectado el país durante seis décadas.
Este ser un tanto etéreo ha logrado confesiones y arrepentimientos de los más contumaces criminales que arrojan luz sobre los mantos de silencio y de conspiraciones que han permeado todos los sectores de la sociedad. Desde los más temibles líderes guerrilleros, comandantes paramilitares, altos rangos de las fuerzas militares, grandes capos de la mafia y de las bandas criminales que operan en Colombia, hasta expresidentes y gobernantes, se han sentado ante Francisco de Roux y sus comisionados para contar sus verdades y en algunos casos, pedir perdón a las víctimas. El reporte no se limita a revelar datos y testimonios de los actores del conflicto, sino que abarca a todos los sectores implicados, incluyendo un capítulo dedicado a las violencias de género, de la población LGTBIQ, de los afros y de las comunidades étnicas. Otro capítulo especial se dedica a los impactos que ha tenido el conflicto en los ciclos de la naturaleza.
Yo había acudido como escritora invitada por el Comité al acto de entrega del informe ante los organismos internacionales y víctimas del conflicto que se encuentran asiladas en este país. Este acto constituía un gran evento para mí. En el evento del US Institute of Peace, se hicieron las presentaciones protocolarias por parte del director del Instituto. Luego, la directora del Comité de Derechos Humanos de los colombianos en el exterior introdujo a los comisionados y cada uno tuvo la oportunidad de exponer las premisas fundamentales del Informe.
En su presentación, Francisco de Roux recordó el número de víctimas que perdieron la vida durante décadas de confrontación violenta. “Esta no fue una guerra civil –dijo– fue una guerra contra los civiles”. Más del 90 por ciento de las víctimas fueron civiles inocentes. Se refirió a los métodos deleznables que utilizaron los actores armados para ejercer la violencia: los innumerables desplazados, desaparecidos, torturados, secuestrados y los que se vieron obligados a huir del país para refugiarse en el exilio. Nombró los múltiples actores incluyendo a la guerrilla, los paramilitares, las fuerzas armadas, la Policía, el Estado y los narcotraficantes. Mencionó los factores de persistencia que impiden frenar las confrontaciones y entran en una era de paz. Por último, reafirmó la petición que hizo a la comunidad internacional ante el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas: "Pedimos a la comunidad internacional que no nos den nada para la guerra. Queremos una política de paz y no de militarización. La Comisión pide comprender lo equivocado de la pretensión de que el prohibicionismo puede detener el narcotráfico cuando lo que hace es aumentar las ganancias del negocio".
La gente escuchaba a Pachito con reverencia. La cadencia de su voz y la firmeza de sus palabras contrastaba con la mirada amable hacia sus interlocutores. Su tono, un tanto melódico, mantenía la atención extasiada de la audiencia. Todas las miradas se enfocaban en esta figura sencilla, casi evanescente, y sin embargo, tan contundente.
Entonces, recordé las palabras de Mario Calderón en su manifiesto, El derecho a la herejía: “Los profetas son aquellos que hablan delante de los importantes, de los serios, los aceptados, los legitimados, los decentes. Hablan para develar y desenmascarar”. Y comprendí que estaba ante un profeta (pro-fari), un hombre que no teme porque tiene la certeza de que lo que hace dejará una huella imborrable e imperecedera. Ojalá que no corra la suerte de la mayoría de los profetas, como lo precisó Calderón, “los profetas como los herejes no tienen otra alternativa que resistir, desobedecer, ser tenaces e irreductibles… El peligro es que los ortodoxos gozan del uso legitimado de la violencia para perseguirlos”, como le ocurrió a Jesús, a Ghandi, a Camilo, a Galileo y al propio Mario Calderón. En ese momento temí por él. Los grandes hombres nunca terminan bien.
Al término del acto, pidieron a los periodistas acercarse a la tarima para una rueda de prensa informal. Yo me uní al grupo y experimenté esa efervescencia de mi alma reportera que me remontó a mis años de juventud. Mi intención era diferente al resto de los comunicadores. Yo quería acercarme a ese hombre y sentir su presencia para impregnarme de su halo espiritual. Le hice una pregunta sobre cómo lograr que el gobierno de Estados Unidos acoja sus propuestas y cambie sus políticas con respecto al narcotráfico. Respondió con sabiduría y con tacto diplomático: “Hay esperanza de que el nuevo gobierno de Colombia establezca relaciones positivas y de colaboración con EEUU”. Se refirió al apoyo recibido por el gobierno americano al proceso de paz y a la Comisión de la Verdad. Esta era la respuesta esperada. No podía ser de otra manera.
Al final, cuando los reporteros y las cámaras se alejaron yo me quedé y esperé a que terminara una conversación con el nuevo embajador de Colombia en Estados Unidos. Me subí a la tarima, me acerqué y le mostré mi libro Suma Paz con ansiedad contenida. Comencé a emitir el discurso que llevaba preparado:
—Padre, es un gusto conocerlo —le dije apresuradamente—. Yo quería entregarle este libro que…
Antes de terminar la frase, me interrumpió:
—¡Qué es esa belleza! ¿Usted es la autora de Suma Paz?
Tomó el libro en sus manos, me dirigió una mirada de agradecimiento que encerraba un halo de tristeza, y me dijo:
—Gracias por escribir este libro.
Entonces me atreví a continuar mi discurso:
—Quería agradecerle por escribir el prólogo del libro.
Me respondió con un abrazo efusivo. Un abrazo que me transmitió una comunión espiritual. Lo sentí menudo -una suma de huesos- una mezcla de fragilidad y de grandeza.
Él pasó las páginas del libro y al mirar las fotos, murmuró para sí mismo, “Mario y Elsa…”
Entonces, le pregunté, ¿Qué estaría haciendo Mario si estuviera vivo? ¿Cree que lo estaría acompañándolo en esta cruzada?
Me miró con un gesto conmovedor, pero no respondió. Interpreté su silencio como una posible evocación de ese amigo entrañable con quien compartió tanto en sus años de juventud, de búsqueda espiritual, de activismo social. No sé qué pasaría por su mente en esos segundos. Lo cierto fue que prometió leer el libro “hoy mismo, al regreso”.
Al alejarme, no pude menos que pensar en la paradoja de estos dos seres: Pacho, que ha transformado el mundo con su liderazgo, y Mario, que no pudo concluir la labor para la que estaba destinado. Dos grandes profetas. Solo uno de ellos sobrevivió para asumir la gran tarea de rescatar la dignidad a través de la verdad.