Por Elvira Sánchez-Blake
El día que Estados Unidos se comprometa a
reducir el número de consumo de sustancias alucinógenas, ese día tendrían el
derecho de reclamar la reducción del número de hectáreas de cultivos ilícitos.
Es cierto que Estados Unidos atraviesa
por un grave problema de incremento de adicción a drogas y a opioides. Las tasas
de intoxicaciones, sobredosis y suicidio asociados con el consumo son
alarmantes. La mayoría de los afectados son niños, adolescentes y jóvenes
menores de 25 años. Los que sobreviven, tienen vidas limitadas y muchas veces,
el problema se extiende hacia los familiares y las nuevas generaciones. Todos
están de acuerdo en que es un círculo vicioso que no se soluciona solo con
medidas punitivas o reforzando sistemas carcelarios.
Del otro lado se encuentran los
productores de los cultivos ilícitos. En Colombia, los cultivadores de coca son
campesinos que viven del producto porque no tienen otras opciones o porque se
ven conminados a hacerlo por negociantes que les compran las cosechas por una
miseria. Este es su medio de vida y el
sustento de poblaciones consideradas vulnerables y que han vivido en medio del
conflicto armado por generaciones. Ellos son las víctimas de la violencia
descarnada que genera el tráfico de drogas.
En medio de estos dos se encuentra una
amplia red de procesadores, traficantes, negociantes y lavadores de activos,
que son los que se lucran del negocio y no sufren ninguna de las desventajas. Los primeros en la red son los
narcoparamilitares, los que controlan el cultivo y producción en estas zonas.
Se llaman Águilas Negras, Los Rastrojos, Gaitanistas o Clan del Golfo. Con métodos criminales se
encargan de asegurar que nadie se interponga en el negocio. Son los que tienen
a su cargo eliminar líderes sociales, defensores de derechos humanos,
mediadores, o alguno que llegue con programas de sustituir los cultivos
ilícitos. A ellos, por supuesto, no les convenía que se efectuaran los acuerdos
del gobierno con las FARC. Por años, tenían la ventajosa excusa de ejercer sus
deleznables métodos para “acabar con la
subversión”. Además, eran socios de los
miembros de las Farc que ejercían el negocio.
Estos son los criminales que están eliminando a los líderes sociales con
un método sistemático y bien calculado. El propósito es intimidar y crear un régimen de terror en sus territorios.
Y lo hacen con impunidad total porque estos criminales cuentan con el apoyo de
las fuerzas de policía, los mandos militares y miembros poderosos del nuevo
gobierno. Esto explica porque desde la
elección del nuevo mandatario se han ejecutado a más de 20 líderes sociales.
Pareciera que las fuerzas paramilitares se han afianzado en su poder con una
campaña de exterminio de líderes indígenas, miembros de juntas de acción
comunal y a seguidores de la campaña de Petro. La indolencia de las autoridades y la indiferencia
de la población de las ciudades les permite actuar con libertad y sin
atenuantes de ningún tipo.
La ola de violencia que deviene del
negocio de la coca está en su apogeo.
Los acuerdos de paz logrados con tanto esfuerzo durante cinco años se desploman con el advenimiento del nuevo gobierno.
El compromiso pactado en los acuerdos de desmontar gradualmente los
cultivos de coca con procedimientos inteligentes que respondían a las
necesidades de los productores otorgando alternativas por las vías de no
violencia, se fueron al traste.
Los que exigen cifras, números y
resultados no han comprendido que el fenómeno de las drogas no se soluciona con
la destrucción de las plantaciones de coca ni con métodos violentos. Todo el glifosfato del mundo no es suficiente
para exterminar la producción de coca.
Los cultivos se trasladan de lugar, mientras las poblaciones que viven
en las zonas sufren sus efectos devastadores y los sistemas ecológicos
experimentan pérdidas irreparables. El fracaso del Plan Colombia lo demostró.
No se redujeron las cifras de la producción de coca, pero sí se incrementaron
las cifras de violencia. Los billones de
dólares que se invirtieron en la erradicación de la coca fueron a las arcas de
los militares y paramilitares para reforzar su armamento y sus maquinarias de
guerra contra las poblaciones vulnerables. Veinte años después se repite la
historia. El recién elegido presidente de Colombia acaba de acceder a todos los requisitos de Estados Unidos para destruir,
eliminar, fumigar, arrasar y someter así la voluntad de todo el pueblo
colombiano a sus designios poderosos.
Mientras tanto, los norteamericanos que
se encuentran en medio de la cadena productiva de la droga son los que reciben
los beneficios y ninguno de los inconvenientes.
Son los que viven en lujosos condominios de las jugosísimas rentas del negocio que les llega limpiecito y con desinfectante. Son los que
se dedican a predicar la moral y las buenas costumbres. Son los que eligieron a un
gobernante que como ellos, ha amasado su fortuna del lavado de activos. Este
gobernante con desfachatez y cinismo se atreve a exigir resultados desde su púlpito
de poder, amenazando con descertificar al país productor e imponer sanciones. Todo esto sin considerar que sus
estrafalarios resorts, campos de golf, hoteles sin ocupación, compañías
fantasmas, enormes edificios enarbolados con gigantescas Ts en torres fálicas,
continúan generando exorbitantes ganancias, gracias al sacrificio de
cultivadores y consumidores del nefasto producto.
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