Por Elvira Sánchez-Blake
Estimado Belisario,
Usted solía iniciar sus discursos con una parábola. Cuando un pájaro se posa en una rama ya no es el mismo pájaro ni es la misma rama. Si además trina, entonces, ni el pájaro ni la rama ni el trino son los mismos, porque la confluencia de factores incide en la continua transformación: el devenir histórico. Esta parábola servía para ilustrar el aforismo del filósofo Heráclito sobre el fluido constante, “Nadie se baña dos veces en un mismo río”, al que usted agregaba, “ni es el mismo hombre el que se baña en él”.
Pienso en esta analogía para recordarlo cuando yo ejercí como redactora de la Oficina de Prensa de la Presidencia durante su administración. Son muchas las imágenes que afloran al rememorar los cuatro años de su gobierno. Cubrir su mandato día a día en mis labores como periodista se convirtió en un aprendizaje de vivencias intensas que me ha tomado el resto de mi vida comprender y decantar.
Sin embargo, lo que más recuerdo es el día de la toma del Palacio de Justicia. Fue esta la encrucijada que la historia del país se rompió en dos. El evento que marcaría el recrudecimiento de la violencia que ha azotado al país durante las siguientes cuatro décadas.
Aún conservo la imagen del encuentro que mantuvimos usted y yo aquel jueves 7 de noviembre. Habían pasado más de 24 horas desde la toma del Palacio de Justicia por parte del M-19. En una operación que denominaron “Antonio Nariño por los Derechos del Hombre”, ingresaron al Palacio de Justicia y tomaron como rehenes a magistrados de la Corte, funcionarios judiciales y al personal que se encontraba en la edificación. Los guerrilleros reclamaban al presidente el incumplimiento de los acuerdos pactados el año anterior. De inmediato, el ejército respondió con una fuerza inusitada a sangre y fuego.
Yo había logrado ubicarme junto con otros periodistas en la terraza del edificio del supermercado El Ley, una posición privilegiada desde donde pude observar el ataque por tierra y aire. Vi cuando las tropas de los Comandos Goes descargados por helicópteros saltaban sobre la terraza y se ubicaban en diferentes puntos estratégicos del Palacio de Justicia y en los edificios contiguos. Las ráfagas de metralletas alcanzaban a rebotar en la terraza donde nos encontrábamos. Nos obligaba a guarecernos bajo las cornisas, pero no nos impedía seguir paso a paso los acontecimientos.
Lo más aterrador fue cuando los tanques blindados de guerra comenzaron a atacar desde la Plaza de Bolívar horadando boquetes como si el edificio fuera un armazón de juguete. Cada disparo de cañón estremecía la tierra. Yo sentía que me encontraba en medio de una película de guerra: asaltos por todos los costados, ráfagas de metralletas, fogonazos en cada esquina. Mis compañeros camarógrafos captaban en sus lentes lo que ocurría en imágenes que después recorrerían el mundo.
Esa tarde me atreví a cruzar en medio de la escaramuza por la Plaza de Bolívar, luego atravesé el Capitolio y llegué hasta al Palacio de Nariño. Cuando por fin me sentí segura en mi escritorio de la Oficina de Prensa, me enteré de la otra parte de la historia. Desde el inicio de la emboscada, el Presidente de la Corte Suprema de Justicia le imploraba al Presidente de la República que detuviera el asalto militar. Los llamados se hacían cada vez más apremiantes desde la radio que transmitía en directo con la oficina del Magistrado: “¡Por favor, Presidente, detengan el asalto!” Sin embargo, la respuesta del Gobierno fue suspender las transmisiones y a cambio emitir un partido de fútbol.
Los teléfonos repicaban sin cesar en la Oficina de Prensa. Nosotros, encargados de ser voceros del Presidente, no sabíamos cómo responder ante la insistente pregunta, ¿por qué el Jefe de Estado no responde al llamado del Presidente de la Corte Suprema de Justicia?
Esa noche el edificio sucumbió a las llamas. Desde la Plaza de Armas divisamos cómo la estela de humo se elevaba hacia un cielo incandescente. Entretanto las comunicaciones se habían silenciado. ¿Cómo era posible —se preguntaba el país entero— que Belisario no respondiera ante las demandas del Presidente de la Corte, ni siquiera cuando el Arzobispo, los expresidentes, y delegados internacionales se ofrecieron como mediadores del diálogo? ¿Era este el mismo mandatario que había prometido “ni una gota más de sangre”; el que había ofrecido pacificación y diálogo; el mismo que se enfrentó a los militares para lanzar su ambiciosa Amnistía; el que sonaba a candidato al premio Nobel de la Paz?
Al día siguiente el silencio del gobierno era enervante. Yo me atreví a desafiar el confinamiento en la Oficina de Prensa y me asomé a las escaleras de caracol que conducían al tercer piso, donde se encontraba el despacho presidencial. Al intentar subir, me impidió el paso el edecán de la Fuerza Aérea.
—No puede pasar.
—¿Y por qué?
—Son órdenes.
Intenté convencer al oficial con una actitud amistosa:
—Mayor, comprenda que necesitamos saber qué pasa. ¿Por qué el Presidente no responde?
Mientras le hablaba, desvié la mirada hacia el tercer piso y observé a un nutrido grupo de militares de alto rango debatiendo en la puerta del despacho presidencial.
La respuesta del oficial me dejó petrificada.
—El presidente ya no es presidente. El que está a cargo de la situación es mi general. Y sus órdenes son exterminar a los terroristas.
Las piernas me temblaban cuando regresé a la oficina. Mis compañeros se quedaron pasmados cuando les compartí lo que acababa de escuchar. Algunos se atrevieron a bromear. Tendríamos que aprender el lenguaje castrense.
Hacia el mediodía escuchamos que la operación había concluido. La ofensiva había sido aniquilada. Los guerrilleros fueron exterminados, así como los magistrados, el personal de la Corte y la rama judicial en toda su extensión. A esa hora vimos las imágenes televisivas de los pocos que salían con vida y eran conducidos al Museo Casa del Florero ubicado en la esquina de la Plaza de Bolívar. Entre ellos se encontraban empleados de la cafetería, estudiantes de derecho y personal de menor rango. Varias de estas personas fueron conducidas a instalaciones militares para ser interrogados y posteriormente fueron desaparecidas.
Los reporteros transmitían la identidad de los fallecidos en el operativo, más de 120 personas, entre ellos, el presidente de la Corte Suprema de Justicia. Los teléfonos de la oficina de presa repicaban sin cesar. Nosotros ya no respondíamos.
Yo no pude resistir y me encaminé de nuevo hacia las escaleras. Esta vez nadie me detuvo mientras ascendí cautelosa al tercer piso. Curiosamente, el despacho presidencial se encontraba vacío. Continúe hacia las oficinas contiguas. No vi a ningún funcionario. Me dirigí por el corredor a la sala del Consejo de Ministros. Un impulso me llevó a abrir la puerta. De repente me encontré frente a frente con usted, Belisario. Recuerdo su rostro demacrado y la angustia reflejada en sus ojos. Me llamó la atención que su cabello se hubiera encanecido de repente. Estoy segura de que se acuerda cuando me preguntó:
—¿Qué ha pasado?
Sorprendida de que usted no supiera lo que las estaciones radiales transmitían, contesté:
—Todo ha terminado.
—¿El presidente de la Corte? –Preguntó alarmado.
—Está muerto —le respondí con temor—. Todos los magistrados murieron.
—¿Está segura?
Hubiera querido no estar segura, se lo juro. Su angustia me inspiró una compasión profunda. Sin embargo, le respondí:
—Lo dicen todas las emisoras.
En ese momento llegaron otras personas. No recuerdo bien. Comprendí que lo que acababa de afirmar constituía su ruina, la de su carrera política, y la de todas sus ambiciones como gobernante y como persona.
Esa noche observé por televisión cuando se dirigió al país en la alocución presidencial y pronunció las siguientes palabras: “Yo me responsabilizo de todo lo ocurrido. El diálogo no es posible bajo presiones violentas”.
Durante las siguientes tres décadas me he preguntado, ¿por qué asumió una responsabilidad que no le correspondía? ¿Por qué nunca aceptó que fue víctima de un Golpe de Estado por parte de los militares? Al principio pensé que se imponía una cuestión de honor y de dignidad. Quizás constituía una carga muy grande admitir la debilidad de las instituciones en un país que se precia de ser la democracia más antigua de América Latina.
Sin embargo, ahora estoy convencida de que su silencio constituyó un error mayúsculo. Creo que sobre usted recayó el peor castigo: ser testigo viviente de la degeneración del proceso que usted inició en uno de desangre y horror. Su empeño en asumir una responsabilidad que no le correspondía fue mayor que el compromiso con la verdad.
La parábola del devenir histórico cumple así su precepto en forma paradójica. Su culpa no fue por haber tomado las decisiones equivocadas en la toma del Palacio de Justicia, como muchos creen. Fue por no haber enfrentado la verdad. Estoy convencida de que si el país hubiera sabido la desmesura de la acción militar que se tomó el poder, se habrían conocido mucho antes las arbitrariedades que se cometieron durante la toma y después de ella. Esto le daría al pueblo la posibilidad de juzgar a los responsables, tanto a la guerrilla como a los militares, y así se hubiera ahorrado mucho dolor. Con ese conocimiento los culpables de uno y otro lado habrían pagado con el peso de la Ley.
Desde la distancia temporal y espacial de ese evento, le pregunto: ¿No cree usted que el conflicto que degeneró en un Estado deslegitimado y en un proceso trunco se habría evitado, si usted hubiera tenido el valor de defender la legitimidad de las instituciones al aceptar que fue depuesto como el líder elegido democráticamente? En ese sentido, Belisario, recae sobre usted la responsabilidad por haber alterado el devenir histórico. Su famoso “pájaro, rama, más trino” no cabe en este enunciado. El pájaro que no trinó devino en un silencio cómplice y funesto.
Publicado en La patria que nos duele:
Obra poética y narrativa de escritores colombianos en el exterior.
La toma del Palacio: a sangre y fuego: https://youtube.com/playlist?list=PLmVsDcVor9k1fXwEAt760J43N_qzQLflF&si=LXNTgEIM8_BhQD_E

1 comentario:
Interesante, Elvira. Puedo imaginar tu protagonismo en aquellos días aciagos.
Belisario ha sido siempre alguien de mis simpatías; lejos de los entornos políticos, fue un presidente que no ejerció la crueldad y a quien le tocó navegar entre aguas muy turbulentas. Además, era un gran escritor.
Si en el Palacio hubiera habido otro personaje, con la crueldad enquistada en su ser, todos los guerrilleros —pagados por el capo que solo necesitaba borrar sus expedientes— habrían muerto, y nadie más.
Pero así se escribe la historia, con todo y sus falencias.
Publicar un comentario