El
2017 llegó con toda la carga heredada del 2016.
El inevitable advenimiento de la presidencia de Trump en Estados Unidos;
el reconocimiento de la intrusión de Rusia en el resultado de las nefastas
elecciones; la interminable guerra en
Siria y el recrudecimiento del conflicto en el Medio Oriente. Las predicciones no son muy optimistas, y menos aún la normalización de la violencia
a nivel individual y colectivo. En lo corrido del año ya han ocurrido dos
tiroteos masivos, uno el día del año nuevo en Turquía, donde cerca de cien
personas murieron en una discoteca, y otro en Fort Lauderdale, el 6 de enero
por parte de un joven exmilitar de la guerra de Irak. Ambos casos se
registraron en la prensa, pero pasaron casi desapercibidos porque los tiroteos
ya no son noticia si no ocurren por motivos de terrorismo político.
Fueron unas fiestas de Navidad y de fin
de año inolvidables celebradas en familia. Mi hermano Javier, su esposa, Consuelo,
y su hija Laura, vinieron desde Bogotá, y mi hermana Cony con su hija Camila,
se unieron a la visita. Nuestra hija
Victoria había llegado unos días antes con su perrita, Luna. Nuestra casa se
llenó de música, de entusiasmo y de olores y sabores provenientes de platillos
suculentos preparados por Roberto. Todo salió perfecto. Hubo lágrimas y risas
en la rememoración de fotos y videos de recuerdos familiares, y de la placidez
que emana de los efluvios del sentimiento más antiguo, el del cariño familiar. El
3 de enero Javier y familia se marcharon para pasar sus últimos días con Cony en
Palm Beach, y el 6 de enero regresarían a Bogotá partiendo del aeropuerto de
Fort Lauderdale.
Ellos habían alquilado un carro y
salieron para el aeropuerto a las doce del mediodía. Ninguno de ellos tenía un
teléfono que sirviera sin estar conectado a Internet. Cuando escuchamos las noticias sobre el
tiroteo en el aeropuerto nos alarmamos de inmediato. No estábamos seguros de
que ellos hubieran alcanzado a llegar al aeropuerto, y no teníamos forma de
comunicarnos. Cony, y su esposo, así como Roberto y yo, pasamos las tres
horas más largas y angustiosas esperando alguna manifestación de su parte
mientras mirábamos las noticias horrorizados. Mi esposo trató de llamar a
Avianca, la aerolínea de su vuelo, y a Avis, donde ellos entregarían el carro.
Nadie nos dio noticias. Esperábamos que
no hubieran alcanzado a llegar al aeropuerto. Confiábamos en que Javier condujera despacio en
estas carreteras donde no tiene mucha familiaridad; en la posibilidad de que a
Laurita se le hubiera ocurrido hacer una compra de última hora; o en
que hubieran parado a almorzar en Mac Donalds, a donde nunca los llevamos.
Entretanto nos enteramos que los disparos
indiscriminados de un joven de 26 años excombatiente de la guerra de Irak había
matado a cinco personas y herido a muchas más en la zona de recibo de equipaje
del terminal uno del aeropuerto. El joven llevaba su arma en el equipaje y
cuando recibió su maleta, simplemente sacó su pistola y disparó. Se desconocen
los motivos o intenciones. Disparó simplemente porque sí, porque le vino en
gana, porque hace parte de esa masa de individuos desajustados e inestables que
compone una parte de la población en este país y que tiene acceso a las
armas sin limitación y sin control. Ah, sí, la
segunda enmienda de la Constitución permite que cualquier persona tenga derecho a portar armas, un
derecho fundamental e inalienable de la libertad intrínseca del individuo. Un derecho que se sobrepone al de la vida misma y al deber del estado de
proteger a sus ciudadanos.
La epidemia de los mass shootings, definida como un tiroteo donde más de cuatro
personas son víctimas de disparos se inició en 1996, cuando un exmarino mató a
14 personas desde la torre de la Universidad de Texas, después de haber
asesinado a su madre y hermana. A partir
de ahí, la mecha se prendió y el virus de matanzas masivas se extendió como una
peste. El Washington Post indica que
en los pasados veinte años se han registrado 129 eventos. En la mayoría de los casos, las armas con que
se cometieron los crímenes fueron adquiridas legalmente ya sea por el atacante
o por los familiares de los mismos. Los lugares donde ocurren las matanzas son
inesperados. La mayoría han ocurrido en escuelas o universidades, pero también
en centros comerciales, teatros,
discotecas, iglesias y en aeropuertos. Todo parece indicar que el sitio
público es la preferencia de los atacantes.
Vivir en medio de la zozobra de saber que
en cualquier momento se puede producir un tiroteo se ha convertido en parte de
la rutina. El mundo se ha acostumbrado a esta amenaza y los lugares públicos
toman las precauciones necesarias. En instituciones universitarias y
escuelas se han adoptado medidas preventivas y
se hacen drills rutinarios para que
la gente aprenda a reaccionar en caso de que suceda. Todo esto normaliza
que haya matones en potencia y que así como ocurren huracanes o tormentas, el
fogonazo puede suceder en cualquier momento y sin aviso. Sorprende por demás, que las medidas
preventivas estén orientadas más hacia la reacción que a lo que pareciera ser
más obvio, el control de armas y la regulación del acceso a las mismas. Sin
embargo, este tema se ha convertido en un punto de confrontación política tan
agudo que ya ni siquiera se menciona en las discusiones sobre el asunto. Con la
llegada de Trump a la presidencia el debate sobre el control de armas no sólo
se agota, sino que la producción de mayor número de armas sofisticadas y su libre
acceso será el derrotero del nuevo gobierno.
Los tiroteos son la nueva epidemia de
este siglo y especialmente en Estados Unidos. El problema es que es casi imposible
detectar a los ejecutores en potencia. A
los políticos de turno les conviene cuando la matanza proviene de un personaje
asociado con el Medio Oriente para achacarle la culpa a los musulmanes radicales y convertir el
hecho en un atentado terrorista. Pero cuando el agente de los disparos es un
estadounidense, el hecho pasa desapercibido porque es preferible ocultar lo que
se revela a simple vista: que los actores son jóvenes en su mayoría no mayores
de 30 años, muchos de ellos con problemas mentales debido a haber sido
reclutados como soldados de la guerra de Irak, o son chicos que presentan
antecedentes de desajuste emocional
provenientes de hogares fracturados, víctimas de bullying y marginalización. El común denominador es que estos
jóvenes tienen libre y fácil acceso a armas de todo tipo, y que saben usarlas,
y en muchos casos han crecido jugando los famosos videojuegos violentos donde
aprenden a tirar, a acertar en el blanco, y a no distinguir entre la realidad
virtual y la realidad misma.
Javier finalmente mandó un mensaje tres
horas más tarde avisando que estaba bien
y que nunca llegó al aeropuerto puesto que quedó atascado en el embotellamiento
vehicular en la rampa de entrada al terminal.
Sobra decir que mi promesa fue comprar un teléfono móvil funcional con
cobertura internacional para todos los que nos visiten. Por otro lado, me comprometo a crear conciencia y a
hacer visible que la epidemia de inestabilidad mental que sufre este país
podría frenarse, o reducirse al menos, si hubiera un control de armas y difícil
acceso a todos los que la padecen, empezando por el entrante presidente de los
Estados Unidos.
Referencias
Washington
Post. “The math of mass shootings”. Enero 7, 2017.
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