Constanza Turbay Cote, la única
sobreviviente de la familia Turbay asesinada por las FARC, sorprendió al país cuando declaró que estaba dispuesta a
perdonar a los asesinos de su familia si se conocía la verdad sobre los autores
del crimen. Este ofrecimiento hizo
tambalear a los círculos sociales en su momento, 2013, cuando se iniciaban las conversaciones de paz
en La Habana. Ahora, cuando la firma de
paz es una realidad, vale la pena recapacitar sobre lo que lo que significa el
perdón en casos donde la insensatez supera los límites de la racionalidad.
Muchos aseguran que el asesinato de la
familia Turbay fue una retaliación por los abusos que el clan de los Turbay
cometió durante años de cacicazgo político en la región del Caquetá. Toda la
familia Turbay, incluyendo el Presidente Julio César, los hijos, primos,
sobrinos, hermanos y demás, ocuparon cargos de gran envergadura en la política
de los años setenta, ochenta y noventa. Muchos de ellos tuvieron un protagonismo
positivo y otros, muy negativo. Sin duda, muchas elucubraciones podrían
hacerse sobre este asunto.
En el caso de Constanza, su afirmación de perdón sentó un precedente para lo que significa hoy la paz en Colombia. En una carta publicada en el año 2014 ella expresó,
"La solicitud de perdón sincero de ‘Iván Márquez’ cambió el escenario de
víctimas y victimarios al de este nuevo comienzo, que pone en nuestras
manos la enorme responsabilidad de edificar la paz. La decisión de
perdonar es un acto personal en el que cada quien determina si toma el
camino de la magnanimidad o el del abismo de los odios".
Esta magnanimidad de Constanza es difícil de entender, aún por personas cercanas a ella, pero yo que la conocí desde la infancia, puedo comprenderla y apoyarla con la esperanza de que otros sigan su ejemplo en las circunstancias que vive Colombia.
¿Recuerdas Constanza?
Cuando nos conocimos éramos tiernas e
inocentes. Vivíamos en el mismo barrio y asistíamos al mismo colegio. Su personalidad extrovertida me enseñó a confrontar miedos e inseguridades, a conquistar espacios y a construir cimientos que forjaron un destino.
Constituíamos un grupo de amigas, del cual Constanza era el polo magnético. Todas la rodeábamos en las buenas y en las malas. Nuestros devaneos eran tan inofensivos y divertidos que la Madre Lucía, nos bautizó Las duendes.
Recuerdo su apartamento de la noventa y
dos. Estaba ubicado en un sitio elegante de Bogotá y este se convirtió en
nuestro refugio para reuniones de adolescentes. A veces estudiábamos las
odiadas matemáticas, pero la mayoría
de las veces, charlábamos, cocinábamos, hacíamos pegas a los admirados,
ensayábamos vestidos y peinados de moda. De vez en cuando leíamos textos o poemas
que nos caían y nos llamaban la atención y los comentábamos. Constanza tenía
más experiencia y exposición a un mundo cultural rico y amplio por la vida
política que la rodeaba y por los viajes y medio ambiente a que se encontraba
expuesta por su familia.
Era una dicha aprovechar las giras de sus
padres dedicados a la política, para hacernos cargo de la libertad incipiente
que nos permitía liberarnos de la vigilancia adulta. Las amigas aprovechábamos
para pedir permiso de quedarnos en su casa con la disculpa de estudiar para
hacer travesuras inocentes. Una noche,
mientras estudiábamos trigonometría, nos comimos entre la dos una tartaleta
entera que su mamá tenía reservada para una celebración. No me acuerdo cuál fue el castigo, pero sí conservo el delicioso sabor de la torta en mi memoria.
Pero no todo era travesura. Aprendimos a
enfrentar desafíos académicos, como aquella vez que trabajamos intensamente en
el análisis del Quijote. Para Constanza no era un simple trabajo escolar, era
un reto que pretendía desmoronar la actitud desafiante de la profesora sobre
nuestras capacidades intelectuales. En este trabajo Constanza me enseñó a
pensar, no sólo a copiar o memorizar, como se acostumbraba en los métodos pedagógicos
de la época. Con Constanza descollábamos
también en reflexiones filosóficas y en las competencias verbales. Ella se
expresaba mejor que todas nosotras, podía mantener una conversación adulta
sobre temas variados, noticias de actualidad, cultura, arte, literatura.
Contrario al resto de adolescentes, ella se sabía comportar como adulta en una
reunión o ante un público.
Mis padres y mi abuelita la adoraban. A
pesar de las diferencias ideológicas y políticas de nuestras familias, mi padre
sentía una admiración y un cariño especial por esta amiga mía, que aparecía en
cualquier momento por la casa. En forma espontánea y con la mayor naturalidad
se ponía a hablar con él sobre los temas del día. Un día se atrevió a pedirle apoyo
para la causa política de su tío Julio César. Mi papá, conservador y acérrimo opositor de la
corriente que su tío representaba, le giró un cheque sin titubear. Mi abuelita la veneraba porque Constanza
llegaba con flores para ella y le pedía que le enseñara a preparar el
postre delicioso que había probado en el almuerzo. Mi mamá se
sorprendía de que Constanza le pidiera un poco de Vic Vapor Rub para fregarse
los ojos porque al día siguiente tenía que llorarle a la profe de biología para
que le subiera la nota de un examen. Curiosamente, nunca reprocharon sus
actitudes. En Constanza todo era aceptado.
Nos graduamos del colegio y comenzamos la
vida universitaria con sus sabores y sinsabores. En esos años Julio César
Turbay, era el candidato más opcionado a la presidencia. Una vez Constanza me
invitó a que la acompañara a Neiva a la campaña electoral. Esa vez me enfrenté
al complejo mundo de la política. Fue la primera vez que asistí a una rueda de
prensa, y aún me acuerdo cómo me imbuí en la fascinación de ese entorno y lo
que representaba. No sabía que pocos años más adelante, trabajaría en la
oficina de prensa de la Presidencia de la República.
Y así fuimos creciendo y madurando y
tasando los desafíos que cifraron nuestros respectivos caminos. En ese proceso yo adquirí conciencia de que
los retos que enfrentaba Constanza eran mucho más difíciles que los míos. Por
pertenecer a su familia, que con la presidencia de Turbay se convirtió en el
centro de todo el escenario político, mi amiga debía enfrentar los odios y
ofensivas de quienes estaba en el lado opuesto de su vertiente política. Ella
me comentaba acerca de las agresiones que recibía en la universidad por parte
de profesores y compañeros. Su familia comenzó a ser blanco de amenazas y
ataques personales. En un momento dado se fue dificultando ponerse en contacto
con ella. A pesar de que ella se apartaba de la política, no podía excluirse de
este mundo y este comenzó a envolverla y a aprisionarla. Ella empezó a viajar
para tomar distancia y poco a poco perdimos contacto y nuestras vidas se
bifurcaron.
¿En qué momento se desvaneció la dicha?
¿En qué instante el sino del infortunio se posó sobre la vida de
Constanza? Primero fue la muerte de
Diana Turbay, secuestrada por la guerrilla y asesinada en el cruce de fuego
cuando el ejército intentaba un rescate. La tragedia de Rodrigo Turbay, su
hermano, muerto en cautiverio después de dos años secuestrado por parte de las
FARC. Y después, lo peor, la masacre imperdonable de su hermano Diego, junto con su
madre en una campaña por la paz.
Constanza, la única de la familia que no
se involucró en política, la más viva e inteligente, la líder, la que presagiaba el futuro más brillante, fue la víctima de una de las peores tragedias de la guerra en Colombia. No
importa de qué bando, de qué ideología, de qué sector político. Ella quedó
sola, desamparada, en medio del dolor más profundo. Sola y desamparada porque
su duelo no le permitió construir una permanencia ni una prolongación de su
estirpe. En una entrevista reciente dijo que con ella culmina la dinastía de
los Turbay. Y yo me pregunto, ¿en qué
recodo de la vida se implantó el oprobio de la insensatez?
El gesto que ha asumido Constanza de
perdonar a los agresores de su familia es doblemente significativo. Sienta el
precedente de que el perdón puede ser posible en este país donde la cadena
interminable de venganzas vengando venganzas no puede continuar impasible.
Pero, en ese perdón hay una exigencia, la de la verdad. Conocer y denunciar la
verdad es el ingrediente fundamental para que víctimas y victimarios puedan
conciliar, convivir y en el proceso, reconstruir desde los cimientos la
posibilidad de una país en paz.
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